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En el Final de Los Días

 

La sombra de la vida es la muerte. Siempre allí, cercana, adosada a cada paso, a cada mirada y a todos los instantes. Nos topamos con ella temprano en nuestras vidas y luego aprendemos a olvidarla, a no tenerla en cuenta, como si fuera algo lejano y ajeno. Rechazamos la muerte como si fuera la negación de la vida y no su resultado. Pero no desaparece. Persiste. Hasta que en un momento, casi de sorpresa, lo invade todo.

El desenlace temido puede presentarse en los instantes más vitales de cualquier persona, aunque son las situaciones de riesgo, aquellas que reconocemos o aprendimos como peligrosas, donde la amenaza se nos vuelve más real. Pero al cabo de los años, más allá de todos los esfuerzos que realicemos y a medida que envejecemos, deja de ser una vaga promesa que podemos eludir y, de a poco, se instala en nuestro horizonte como una certeza.

Pequeñas acciones cotidianas, como repasar una vieja agenda, nos colocan de golpe ante la evidencia de los que ya no están, pero persisten en algún rincón de nuestra memoria. Hasta las fiestas de cumpleaños lentamente transforman su sentido. Dejan atrás la celebración de la vida que crece y se afirma, para comenzar a saludar el logro de seguir adelante otro tiempo más, un logro de esos que se festejan. Así, ¡todavía cantamos!, se convierte en la divisa.

Los ancianos de la familia son un testimonio del paso del tiempo y de sus efectos sobre todos nosotros, como los niños que crecen apurados y los adolescentes que se transforman en adultos, que también vamos transcurriendo, como vaciándonos de futuro gota a gota, sin pausa.

Mabel es la menor de tres hermanos. Sus padres pasan los noventa. Doli, la madre, dañada por una caída que fractura su frágil cadera o una fractura de la cadera que le provoca una caída, pasa largos meses postrada en una cama en una internación primero hospitalaria y luego domiciliaria, hasta superar la quebradura, pero no sus consecuencias. Invadida en su casa por una colección de cuidadores, kinesiólogos, enfermeros, psicólogos y médicos que llenan todas sus horas pero poco la escuchan, no recupera su posibilidad de caminar y depende del auxilio de esos extraños para todas sus necesidades.

La familia se alerta entonces por algunos episodios crepusculares, momentos en los que parece fabular, confundir pesadillas o ensoñaciones con realidades, extraviar las palabras para nombrar las cosas y las personas. A veces se pone peor. Enojada, reprocha amargamente todas las agresiones que siente padecer. En otros momentos, en cambio, es la que todos conocen de siempre, amable y dicharachera.

¿Qué hacer para aliviarle esos momentos oscuros? Son difíciles para ella pero además para quienes la rodean, en especial, su compañero de toda la vida. Se suceden los cruces de opiniones, informaciones y debates, interpretaciones y sugerencias expertas. Los hermanos cargan con la responsabilidad de acordar un curso de acción y, por momentos, también eso parece inasible. Mabel quiere imponer su opinión, por considerarse más experta. Pero opina a la distancia. Las decisiones se vuelven operativas en terreno. Y allí manda la cercanía. Todos quieren verla repuesta. No alcanza ninguno a ver que le exigen más de lo que puede responder. Quieren encontrar en esta madre aquella otra, la vital, la plena, la que los acompañó toda la vida.

Se maniobra con medicación psiquiátrica, por indicación del clínico tratante. Medicación que la adormece, borrando aún más para Doli la frontera entre la vigilia y el sueño. La vida se le volvió aburrida, insoportable. No alcanza a ver y está privada del entretenimiento de sus lecturas o de la posibilidad de alguna artesanía, para las que siempre tuvo habilidad y gusto. Tampoco le son accesibles ahora los crucigramas u otros juegos. Para mayores males, sus acompañantes solo responden a demandas concretas, mientras distraen sus horas enfocados en las pantallas de sus celulares. 

Tiene en claro que la promesa de recuperación es una mentira ingenua, que le repiten para calmar su ansiedad. El tiempo transcurre y ella se siente más agotada, cansada del no estar bien que le toca tolerar, acosada por dolores nuevos. Así, solo le queda esperar el final de sus días, pero no se resigna y persiste en sus pequeñas ilusiones. Recuperar su vista, extraviar dolencias y hacerse nuevamente dueña de su cuerpo. La ilusión nunca es vana, diría el poeta, pues ayuda a vivir.  

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