Si las diferencias cualitativas entre los modos de placer forman un obstáculo infranqueable para toda teoría que conociera uno solo de estos modos y lo erigiera como rudimento unívoco en los otros, esta dificultad es enormemente más grande, cuando se da en las relaciones entre el instinto y el amor.
Estas dos experiencias y las dos conductas que les corresponden son de tal manera diferentes una de otra, que parece absolutamente imposible extraer la segunda de la primera. Las acciones que emanan del amor tienen un carácter esencialmente “transcendente” frente a la actividad biológica; su finalidad está situada radicalmente fuera de la esfera individual del sujeto, mientras que el fin del instinto está esencialmente ligado a la inmanencia y se realiza en el interior del organismo. Entre estos dos caracteres hay un abismo; quienquiera que lo haya tenido en cuenta no puede imaginar una metamorfosis afectiva en el curso de la cual el instinto se vuelva amor. Sea cual fuera la relación entre el instinto y el amor, no puede jamás ser interpretada de manera que no se vea en el amor más que un instinto desarrollado o cultivado.
La teoría que hace del instinto el germen y la esencia del amor parece inverosímil, para un espíritu ingenuo; uno puede preguntarse ¿cómo todo esto que se llama amor podría identificarse con el instinto? Puede darse en rigor para el amor de los sexos, donde al menos el instinto juega un rol innegable. Pero hay un amor maternal, a la naturaleza, al arte, a la patria, a la ciencia, a Dios…decimos amar una pieza de música, un país, una cosa, una idea. Ciertos autores pensaban que era necesario encontrar una fuente única para todas estas formas de amor y descubrir su unidad fundamental; otros niegan todo parecido y no ven en la denominación común más que una equivocación; otros en cambio hablan de “modis amoris” que consideran como emanando de un solo amor que se manifestaría de una manera diferente según sus objetos. Las lenguas modernas, en efecto, parece que conocen una sóla palabra: amor, en tanto que en la antigüedad había tres palabras a su disposición: éros, filía, ágape o bien: amor, dilección, caridad.
Una palabra común, sin embargo, empleada para cosas diferentes puede ser una equivocación pura y simple; pero puede ser también que detrás de esta equivocación se oculte una relación esencial. Es necesario entonces examinar más de cerca este “modi amoris”.
El pensamiento aristotélico-tomista veía la esencia del amor en el desear el más grande bien para el ser amado. El agustinianismo, conservando y desarrollando, aquí como en todas partes, las ideas del platonismo y del neo-platonismo, hizo resurgir en primer lugar, la “superación del sí” en el sujeto amante y el movimiento hacia la unión con el ser amado.
Vemos pues que hay tres rasgos que unidos caracterizan al amor, por decir así, completo. Estos tres rasgos, si bien no tienen la misma importancia o la misma dignidad, puesto que parece, que se puede hablar de amor allí donde el movimiento hacia la unión está ausente o al menos es imposible. Se puede amar bien la ciencia o una idea sin querer ni poder unirse con ellas. Pero la auto trascendencia del yo, amante, y el deseo del bien del ser amado deben ser, para que uno pueda hablar de amor, sólo en el mismo sentido metafórico. Quienquiera que ame realmente la verdad, o la ciencia, o su patria, desea el bien de la cosa amada: que la verdad sea reconocida por todos, que la ciencia haga grandes progresos, que la gloria y la felicidad de la patria crezcan. Y todo amor verdadero está pronto a darse, a olvidarse, a perderse para y por la cosa amada. Algunas veces este carácter puede ser apenas visible; pero quedan siempre sus huellas.
El amor da perspicacia, y no ceguera.
El instinto, al contrario, es verdaderamente ciego.
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